GARCÍA MÁRQUEZ, GABRIEL
García Márquez traza la historia de un amor que no ha sido  correspondido por medio siglo. Aunque nunca parece estar propiamente  contenido, el amor fluye a través de la novela de mil maneras: alegre, melancólico, enriquecedor, siempre sorprendente. La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza, en el  escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de más de  sesenta años, podría parecer un melodrama de amantes contrariados que al  final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios  sentimientos, ya que García Márquez se complace en utilizar los más  clásicos recursos de los folletines tradiciones. Pero este tiempo -por  una vez sucesivo, y no circular-, este escenario y estos personajes son  como una mezcla tropical de plantas y arcilla que la mano del maestro  moldea y con las que fantasea a su placer, para al final ir a desembocar  en los territorios del mito y la leyenda. Los jugos, olores y sabores  del trópico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasión llega al puerto oscilante del final feliz. «Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba  siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino  lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde  había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado  de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah  de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario  de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro. » Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña  donde había dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el veneno.» La crítica dijo...
«La voz garciamarquiana alcanza aquí un nivel en el que resulta a la vez  clásica y coloquial, opalescente y pura, capaz de alabar y  maldecir, de  reír y llorar, de fabular y cantar, de despegar y volar cuando es necesario.»
Thomas Pynchon, The New York Times